Hace ya unos años que cumplí los cuarenta. No, no me da miedo confesarlo. Si pudiera viajar al pasado y visitar a mi yo adolescente para preguntarle dónde me veía a esta edad, probablemente ni me hubiera acercado a describir mi vida como es ahora. Es cierto que la vida da muchas vueltas y uno no siempre acaba donde se imaginaba. Sin embargo, nunca he tenido esa capacidad de pensarme en un futuro tan lejano. Probablemente, a falta de ingenio, me respondiera siguiendo las pautas que marcaba la sociedad en ese momento: tendría mi trabajo -nunca fui capaz de imaginarme cuál-, tal vez me viera casada y con hijos...
La vida nos da lecciones que a veces no esperamos. Cuando piensas que ya tienes tu vida resuelta y a vivir feliz que son dos días, llega una horrible crisis que hace que todo se tambalee y haya que buscar nuevas oportunidades; o simplemente la rutina del día a día te reconcome por dentro y no te reconoces en el espejo porque tú no eres esa mujer que te devuelve la imagen -¿pero cuándo te has convertido en ese ser tan cetrino?-. Y sabes que quieres más de la vida, o no quieres más, sino quieres otras cosas diferentes, que la vida vuelva a ser, no de color de rosa sino de muchos colores.
Llega el momento de recomponer uno a uno los pedazos de lo que una vez fui y renacer al mundo cual ave fénix. No se trata de solucionar el problema de mi vida de un solo carpetazo. Se trata de perseguir los sueños, de vivir la vida que siempre quise vivir. Dar una segunda oportunidad o una tercera o una cuarta o las que haga falta hasta lograrlo.
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