Sí, sí, siempre llego tarde. Es un hecho. Y no hablo de llegar tarde a una cita, pues si me he comprometido a quedar a una hora determinada, me gusta llegar a esa hora pues soy fiel a mi compromiso y no juego con el tiempo de la gente.
Me refiero más bien al hecho de llegar tarde a otro tipo de acontecimientos. Por ejemplo, cuando estudiaba en la universidad, en mi motivación por hacer cosas diferentes y conocer, de vez en cuando echaba un vistazo a los carteles en los tablones de anuncios.
Me animaba pensando «esta excursión debe estar chula» o «¿y si voy a este concierto?, ¡debe molar!». Y después de leer toda la información resultaba que el concierto fue el mes anterior y la excursión el año pasado. No se habían molestado en limpiar el tablón de anuncios.
Del mismo modo, mi cerebro tarda en activarse a la hora de hacer las tareas programadas. Si decido que en marzo, por ejemplo, pondré en marcha una idea, bien puede llegar junio y todavía no he llegado a encontrar el momento adecuado, por más que lo haya programado en mi agenda.
Así va pasando el tiempo mientras yo vivo estancada en la idea. Trato de resignarme y aprender a aceptar las cosas como vienen, sin maldecir que mis proyectos avancen tan despacio, mientras aprendo a vivir sin llegar siempre tarde.
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