Me gustaría vivir más despacio, saber contemplar lo que me rodea y valorarlo. Crecí en una ciudad grande y he visto cómo las prisas y el ajetreo eran el pan de cada día en la vida de cualquiera. El mundo avanza a un ritmo vertiginoso y no da tiempo a disfrutarlo.
Hay que vivir deprisa, es más, para tener éxito tienes que abarcar todo lo posible: saber de muchas cosas y además ser buena en más. De hecho, es que una misma acaba imponiéndose ese ritmo frenético porque si no no llegas a todo. Te vuelves multitarea, haces todo lo que puedes al mismo tiempo para arañar, tal vez, unos minutos al día.
Así, en mi deseo de prosperar con mis proyectos personales, ahogaba mi calendario de tareas. Me obligaba a estar el mayor tiempo posible siendo productiva: había que estar a la altura. Después, me regañaba a mí misma si consideraba que no había cumplido satisfactoriamente y al día siguiente tenía que hacerlo mejor.
Pero el camino de la vida es una búsqueda continua de quiénes somos y quién queremos ser. Y descubres que ese nivel de autoexigencia marca un ritmo imposible de seguir porque al final nunca llegas a avanzar todo lo que deseas.
Hay que aprender a eliminar ese acto tóxico de no valorar lo poco hecho y, en cambio, sí lo mucho por hacer. Por eso, trato de cuidarme más y mejor y concederme algunas horas para mí libres de remordimientos. Era absurdo pensar que no merecía disponer de tiempo libre si no cumplía con mis obligaciones.
Es más, decidí seleccionar un día a la semana para ir a dar un paseo, aunque solo fuera una hora. Al principio iba como loca caminando por la ciudad. No iba a ninguna parte, nadie me esperaba en ningún lugar. Caminaba, pero no disfrutaba del paseo. Porque iba deprisa, absorta en mis preocupaciones. Me costó algunas semanas caminar despacio, observar los escaparates, la gente, los árboles, la puesta de sol entre los edificios… incluso dejar descansar la cabeza y no pensar en lo que me quedaba por hacer cuando volviera o en las tareas del día siguiente.
¡Qué importante es saber parar! Cierto que el ritmo frenético de la ciudad nos impide vivir despacio, que muchas veces ajustan por nosotros los horarios. Pero de vez en cuando hay que mirarse a uno mismo: cuidarse un poco, reflexionar sobre el camino que llevamos, aceptar que es imposible abarcarlo todo y, por tanto, que tienes que aprender a dar prioridad a lo que realmente te interesa.
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