Un día cualquiera me levanto y decido que tengo que ir a la gran ciudad. Es hora de cambiar de aires, caminar por calles distintas. Incluso a veces deambular por avenidas desconocidas; dejarse llevar. Es un placer que me permito de vez en cuando. Tomarme un día, una tarde libre, un café al atardecer.
Siempre me ha gustado mucho caminar: es un espacio para ordenar ideas; también para tomar conciencia de otras realidades diferentes a la mía. Salir de mi ciudad de vez en cuando es reparador. Las horas pasan sin sentir mientras callejeo, mientras descubro rincones hasta ahora desconocidos.
No obstante, toda caminata requiere de un momento de descanso. Es la hora de tomar un café o una merienda. En mi soledad, esta pausa me permite conectar con mi escritura. Por eso, siempre llevo conmigo un cuaderno donde puedo bocetar ocurrencias, garabatear cualquier historia, inventar vidas de las personas que se han cruzado en mi camino o simplemente transcribir mis sentimientos.
Pero desde que tejo y, a través de Instagram, estoy en contacto con tejedoras top, mi nuevo cerebro reseteado me pide sacar mi labor y ponerme a tejer al compás del café humeante, imitar a mis ídolos, aunque tenga que sustituir mi tiempo de escritura por las agujas.
Y es que en redes sociales esta gran comunidad ha creado toda una narrativa del tejido. No solo han conseguido sacarlo de las paredes del hogar, sino también muestran orgullosas que cualquier momento del día y cualquier lugar es bueno para dar unas puntadas.
Toda esta narrativa es seductora. Lo cuentan tan bonito que es difícil no dejarse llevar y querer hacer lo mismo. Sin embargo, este nuevo modo de vida choca con el que ya tengo establecido.
Ante esta situación me debato entre escribir o tejer. ¿Cómo decidirme?
Siempre me ha funcionado acompañar este momento de descanso y café con un cuaderno para realizar anotaciones rápidas de cualquier tema. Sustituir la escritura por el tejido resulta doloroso.
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