Ciertas costumbres acompañan el cambio de estación: una hora más en primavera, una hora menos en otoño… son costumbres cuya razón se diluye en el tiempo y se siguen haciendo aun cuando te preguntes qué sentido tienen en el ritmo de vida actual.
Al contrario de lo que ocurre en otoño, a mí siempre me ha gustado la llegada de la primavera. Y como si de un ritual se tratara, me dejo sorprender, por ejemplo, a mediados de febrero con el hecho de que anochezca una hora más tarde… Y repito la sorpresa año tras año como si fuera algo nuevo, verbalizándolo ante todo aquel que quiera oírlo, como parte de un juego no escrito.
Siempre me ha parecido que el renacer primaveral tiene algo de poético. La naturaleza revive y de pronto aparecen en los jardines esas pequeñas florecillas silvestres aportando una nota de color en el césped.
Y sin embargo, muy a mi pesar, cada año me cuesta más adaptarme al nuevo ritmo, ya no tanto físicamente, que también, sino mentalmente. Porque el cambio de claridad en las horas de la tarde me desconcierta tanto como para perder la noción del tiempo y no ser capaz de gestionarlo. O para sorprenderme cuando de pronto descubro que todavía no está anocheciendo a una hora acostumbrada.
Y casi mejor no mencionar el caos en que se convierte mi ya malogrado sueño… No dormir a horas intempestivas y después no ser capaz de despertar a horas razonables.
No saber gestionar el cambio de estos días; preguntarme si es necesario someter al cuerpo —y la mente— a estos continuos cambios tan bruscos.
Si siempre me ha gustado ver cómo se alargaban los días, ahora me descubro en una nueva contradicción, en esa eterna espiral de contradicciones que habitan en mí. No era suficiente con luchar con el sinsentido de desear que los días fueran largos, pero a su vez, que llegara la noche, porque adoro trabajar en su quietud.
Y así pasará la primavera, con una hora más o una hora menos, mientras yo lucho por acostumbrarme al cambio y sobrevivir a mis luchas internas.
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