Y siento cierta envidia sana, si es que la envidia puede ser sana, porque cuántas veces habré soñado con alzar la voz, vomitar al mundo mis aprendizajes y ser una de esas personas que divulgan su saber.
Pero para una persona introvertida acaso no sea tan fácil lanzarse a la piscina e imitar a la gente que admira. Sobre todo cuando el temor domina el pensamiento, cuando sospechas que tu público se esconde tras una jaula de feroces leones que todo critica y todo es malo: la cosa y su contrario. Ahí no es fácil precipitarte al vacío.
Al principio quieres hacerlo, dar el salto, sabes que tienes conocimientos suficientes como para convertirte en una de ellos y atreverte a deslumbrar al mundo con tus palabras.
Y sin embargo surgen las dudas y el ojalá yo dominara algún tema tanto como para divulgar sobre él; afloran los miedos del ¿y si me equivoco qué opinión va a tener la gente de mí?; nacen las inseguridades porque y si no interesa lo que cuento o cómo lo cuento o ya lo saben. Es más: porque ¿y si aburro?
Y como te sientes perfeccionista, vence la ambición de dominar cualquier tema antes de hablar de él; no vaya a ser que sin querer comentes algo de lo que no controlas y estés diciendo una barbaridad.
Al final el empeño acaba por desvanecerse con el paso del tiempo. Por alguna razón crees que lo que vas a decir no aportará nada nuevo a nadie, que igual tampoco es tan importante.
Aun así, el deseo de superación está ahí; el querer sacar esa espina tan clavada para dejar atrás la duda de y si lo hubiera hecho, ¿qué habría pasado?, ¿dónde estaría ahora?
Muchos impedimentos estorban la voluntad de divulgar mi saber, de fascinar a otros. Y cuesta dar el primer paso. No obstante, no pierdo la esperanza de que algún día se cumplirá ese sueño y podré verter en una cuenta todo ese conocimiento adquirido con los años de estudio; podré embelesar con mis palabras y ayudar a otras personas. Porque una parte de ti pretende que ya no te importe lo que piensen los demás; porque si te equivocas, quieres aprender de los errores.
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